El amanecer nos encontró enredados
en una habitación sin color.
Palpitábamos purpúreamente entre sábanas
y por la ventana recortada,
horas blancas que abrazar se anunciaron.
Un sonido de tambores lejanos, de otra época,
nos despertó del sueño amarillo
a un día de zumo de naranja y cafés.
Cuando bajamos al jardín desplegado,
donde en la noche profunda
con voz azul de susurros,
habíamos hablado del mar,
la brisa ocre del otoño
meció tus cabellos rojos de sirena,
una y otra vez,
una y otra vez,
para yo admirar tal don.
Y tus ojos verdes, grandes como lunas,
que habían navegado tantos días grises
allí anidaron,
prendidos de nosotros y de la luz,
en nuestra casa habitada.