22.1.08

Las ciudades y los sueños

A Artemisa se llega de una única manera pero a través de infinitos caminos. Cuando uno concilia el sueño puro, se encamina hacia sus proximidades y comienza a adentrarse en ella, pero nunca consigue llegar a su corazón antes de que el sueño termine. Nada se sabe de ella con exactitud porque Artemisa es de todos los durmientes de las ciudades del día y de ninguno a la vez. Lo único que conoce cada uno y que no cuenta a nadie por creerla de su propiedad es el camino que tomó la noche anterior. El de regreso es el instante fugaz del despertar.
La ciudad se crea mientras se la recorre y sus diferentes partes se encienden y se apagan conforme unos soñadores llegan y otros se marchan. Artemisa no tiene límites ni espacio; es inmensa y minúscula a un mismo tiempo pues nace y se forma todos los días y cada día. Ni tan siquiera en los mapas del cielo los sabios la encuentran, porque Artemisa se olvida nada más regresar: los hombres no la recuerdan en la vigilia porque ella es la sorpresa de sus noches.
En realidad, uno de allí nunca se marcha del todo. Algo pequeño, algo casi invisible se lleva uno consigo de ella, que nunca vuelve. De este modo, la ciudad se desgasta, poco a poco, muy poco a poco, y siempre así desde que nació. Como las arrugas surcan la piel, como las flores languidecen, así va muriendo Artemisa, con la mirada más tenue pero más clara, más débil y sin embargo más luminosa. Artemisa envejece porque más que una ciudad soñada es una ciudad vivida en el sueño con intensidad.

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